El baile de la vida y la muerte
Hoy inicia el mes de mi cumpleaños, y ¿saben? Creo que no me gusta Halloween.
Es que se siente falso. Lo he visto fallar hasta culturalmente, y eso que aquí adoptamos casi todo sin mucha resistencia.
Pero me parece una mezcla extraña: un día vistiéndonos de fantasías y, dos días después, encendiendo velas para quienes ya cruzaron al otro lado.
Quizás es que Halloween no es nuestro, no es latino.
Aquí, en cambio, se celebra la llegada de los que habitan otro plano; se les recibe con flores, comida y memoria.
Es como si las festividades pidieran celebraciones desde dos alegrías diferentes.
Una es más explosiva, más de fiesta; la otra es de recogimiento, una alegría más silenciosa.
Como el agua y el aceite.
El dos pienso en la muerte.
El cuatro celebro la vida.
Y en ese contraste descubro algo mío:
la consciencia de estar aquí, bailando entre dos mundos,
en este juego eterno de vida y muerte que no se detiene,
poético y profundo, como la luna que me trajo al mundo una noche de noviembre.
El baile que vuelve a empezar
Pienso en el relato que comparte Clarissa Pinkola Estés sobre El baile de la Muerte y la Vida, inspirado en una historia inuit:
la Muerte recoge huesos en el desierto y, al tocarse con canto y amor, los huesos vuelven a moverse.
No como negación de la muerte, sino como recuerdo de que el ciclo continúa;
lo que parecía terminado encuentra otra forma de respirar.
Desde entonces creo que no hay que temer tanto:
lo que se toca con presencia vuelve a bailar.
Y la luna sobre el lago, cada noche, me lo repite.
Referencia: Clarissa Pinkola Estés, Mujeres que corren con los lobos, capítulo “La Mujer Esqueleto” / “El baile de la Muerte y la Vida” (versión de tradición inuit).
Y así agradezco haber nacido tan cerca del Día de los Muertos: no para defenderme de las pocas garantías de la vida,
sino para aprender a bailar con ella.

